Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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hasta ese extremo. Luis XIV se dejó caer
frío y pálido en su sillón; era evidente que un rayo que le hubiese caído a los dos no le habría causado más
profundo asombro: no parecía sino que iba a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamó
D'Artagnan, le entró en el corazón cual la hoja de un puñal.
D'Artagnan había dicho cuanto tenía que decir, y haciéndose cargo de la cólera del rey, desenvainó len-
tamente, se acercó con el mayor respeto a Luis XIV, y dejó sobre el bufete su espada, que casi al mismo
instante rodó por el suelo impelida por un ademán de furia del rey, hasta los pies de D'Artagnan.
Por mucho que fuese el dominio que sobre él tenía, el mosquetero palideció a su vez, y temblando de in-
dignación, exclamó: --Un rey puede retirar su favor a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero
aunque fuese cien veces rey, no tiene derecho a insultarlo deshonrando su espada. Sire, nunca en Francia ha
habido rey alguno que haya repelido con desprecio la espada de un hombre como yo. Está espada mancilla-
da ya no tiene otra vaina que mi corazón o el vuestro, y dad gracias a Dios y a mi paciencia de que escoja el
mío. Y abalanzándose a su espada, añadió: Sire, caiga mi sangre sobre vuestra cabeza.
Y apoyando en el suelo la empuñadura de su espada, D'Artagnan se precipitó con rapidez sobre la punta,
dirigida contra su pecho. El rey hizo un movimiento todavía más veloz que el de D'Artagnan, rodeó el cue-
llo de éste con el brazo derecho, y tomando con la mano izquierda la espada por la mitad de la hoja, la en-
vainó silenciosamente, sin que el mosquetero, envarado, pálido y todavía tembloroso, le ayudase para nada.
Entonces, Luis XIV, enternecido, se sentó de nuevo en el bufete, tomó la pluma, trazó algunas líneas,
echó su firma al pie de ellas, y tendió la mano al capitán.
--¿Qué es ese papel, Sire? --preguntó el mosquetero.
--La orden al señor de D'Artagnan de que inmediatamente ponga en libertad al señor conde de La Fere.
D'Artagnan asió la mano del rey y se la besó; luego dobló la orden, la metió en su pechera y salió, sin que
él ni su majestad hubiesen articulado palabra.
--¡Oh corazón humano! ¡norte de los reyes! --murmuró Luis cuando estuvo solo. --¿Cuándo leeré en
tus senos como en un libro abierto? No, yo no soy un rey malo ni irresoluto, pero todavía soy un niño.

UN NEGOCIO ARREGLADO POR M. DE D'ARTAGNAN

D'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su palabra.
Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el pensamiento del
otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y de la próxima
fiesta que Fouquet debía dar en Vaux. D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la suya con el rey.
Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al capitán de los
mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador, el codearse con el rey implica-
ba un derecho a todas sus atenciones.
Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de ella. Solamente a At-
hos le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hom-
bre impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente
convencido de estar en lo firme, se levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como
para recordarle que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.
D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux, al presenciar
aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.
Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura: --La verdad es, ami-
gos míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos, señor de Baisemeaux, con uno de
vuestros presos.
Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio que de su fortale-
za, de su Bastilla, tenía el buen sujeto.
--¡Ah! mi querido Athos --repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias, --casi me
he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére, ¿no es verdad? Y vos, como gran
señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuán-
tas son cinco.
--Adivinado, amigo mío.
--De manera --dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan familiarmente con
un hombre que había perdido el favor de Su Majestad; --de manera que, señor conde...
--De manera, mi querido señor gobernador --repuso Athos, --que el señor de D'Artagnan va a entrega-
ros ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de prisión.


 

 
 

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